El mundo es fascinante. Las personas también. Y el resto de animales ni te cuento.
Pareciera que ya lo supiéramos todo sobre el mundo que nos rodea. Que no quedara nada por descubrir. Pero seguimos haciendo increíbles descubrimientos sobre el funcionamiento de la Vida.
Hace un par de semanas me contaba un nutricionista, que trabaja en un hospital de referencia en la curación del cáncer, que los análisis de microbiota (los microorganismos que habitan en nuestro cuerpo) serán en breve tan habituales como los análisis de sangre. Soy incapaz de reproducir los detalles de la conversación, pero me trasladó que ya hay enfermedades como la obesidad, la diabetes y la depresión que se están tratando a través de la microbiota. También lo están utilizando para incrementar la efectividad del tratamiento en algunos cánceres.
Aumenta mi asombro cuando leo el interesantísimo «La inteligencia emocional en los animales» del primatólogo Pablo Herreros Ubalde. Cuenta experimentos e historias que nos muestran lo mucho que desconocemos la vida interior del resto de los animales, y de lo mucho que nos parecemos a ellos.
Por ejemplo, cuenta la historia de una hembra de chimpancé de la selva tanzana que dio a luz una cría con una hernia que le impedía sentarse sin ayuda de terceros. El comportamiento de Christina y de su hija mayor se adecuaron para cuidar de la pequeña y que esta sobreviviera. Con este y otros ejemplos Pablo Herreros demuestra que no es cierta la idea de que alguien con una discapacidad o enfermedad grave no puede sobrevivir en la naturaleza.
Así que imaginemos cuánto nos queda por descubrir de nosotros mismos, de las personas que nos rodean, del mundo en el que vivimos. Cultivar el sentido del asombro y de la curiosidad nos conecta con el entusiasmo por vivir. Estoy convencida que esta actitud ante la vida nos ayuda a afrontarla de una manera más amorosa. Con más probabilidades de que cuando lleguen nuestros descubrimientos personales los miremos con más curiosidad y con menos miedo.